En una filmoteca hay de todo. Conviene centrarse. ¿Qué tal en la estantería de cineastas nipones? Un espacio altísimo, colmado de inagotables riquezas. Y es que hay directores para todo. Tengan o no los ojos rasgados. Unos retratan el presente, otros el pasado, otros lo revisan desde una visión moderna y luego hay quienes se imaginan el futuro. ¿Qué tal si damos preferencia a los japoneses que ambientan sus filmes en un pasado lejano?

Lo más probable, es que nos demos de bruces con Rashomon (1950), Cuentos de la luna pálida (1953), El intendente Sansho (1954) La fortaleza escondida (1958), Harakiri (1962), Samurai rebellion (1967)… Grandes películas, firmadas por titanes como Mizoguchi, Kurosawa y Kobayashi, que convirtieron los años 50 y 60 en la época dorada del cine nipón. Pero, ojo, no sólo es talento lo que emana de estos directores. Grandísima es su sombra, capaz de oscurecer la fama de otros, como Hiroshi Inagaki: el verdadero objeto de este artículo.

Ganador de un León de Oro en Venecia por El hombre del carrito (1958), Inagaki fue uno de esos cineastas que sólo tuvo ojos para una época: el Japón feudal. Hoy, vamos a aparcar a los emperadores del cine, a los japoneses de siempre, para centrarnos en la trilogía de Inagaki. También en sus virtudes y defectos. ¡Que no son pocos!

El director y guionista Hiroshi Inagaki (1905 - 1980)

Érase una vez, en la tierra del sol naciente…

La cosa está dividida en tres partes: Samurái (1954), Samurái 2 (1955) y Samurai 3: Duelo en la Isla de Ganryu (1956). Se trata de una dilatada fábula humanista sobre un famoso espadachín del siglo XVII, Musashi Miyamoto, filmada con un estilo más americano que japonés, más relleno de moralidad obvia que de típicas obsesiones del Japón contemporáneo (Apocalipsis nuclear, descontento social). La trilogía es muy clásica. O por lo menos quiere serlo. Quiere parecerse a las producciones hollywoodienses de los años 50, a esos filmes épicos, románticos, sumamente decorosos en la forma y con algún destello de moralismo en los diálogos. El resultado de la trilogía, sin embargo, es lo más parecido a una cómoda prenda de imitación: cine débil, pero formalmente bello, dividido en una primera parte premiada con un Óscar y dos secuelas que no son más que fotocopias con algunas variaciones.

Luego está el tono imperante de este tríptico oriental. Idealista a más no poder. Al contrario que los hermanos Dardenne, Inagaki da aquí signos de alergia al realismo. Su trilogía gira en torno a la épica y a la autosuperación del samurai, pero exagera el trazo a la hora de dibujar ese personaje y el dilatado recorrido que lleva a cabo, de fugitivo a héroe, a lo largo de las tres películas. La primera es épica, la segunda todavía lo es más y la tercera, directamente, es lo más parecido a una epopeya, pues incide en la dimensión fantasiosa del héroe. Una vez vista la trilogía, más que un fuerte espadachín de época, Musashi Miyamoto parece la encarnación del intocable Hércules tras consumar sus doce pruebas.

El guerrero feudal Musashi Miyamoto, autor del tratado sobre artes marciales "El libro de los cinco anillos" (1645)

Pero lo importante aquí no es hacer un profundo y complejo retrato de época, sino insistir en temas como el amor, la pureza y la nobleza desde una visión tópica y convencional. La punta del lápiz de Inagaki es gruesa. No está atenta a detalles ni claroscuros. Sirve para remarcar, dejar claras las hazañas del hombre y anunciarlas a cuanta más gente mejor. Como en Ben-hur (Wyler, 1959) y Avatar (Cameron, 2009), pero con un presupuesto mucho menor y con un guión y unos personajes mucho más esquemáticos. Inagaki descuida el dramatismo y quiere fortalecer tanto el viaje heroico del protagonista que acaba agujereando el papel.

Asimismo, peca de falta de hondura al presentar personajes poco cincelados, como bocadillos faltos de jamón, y carga carga en exceso las tintas melodramáticas. Esa trama de amores imposibles y no correspondidos formada por el samurai protagonista y dos pánfilas es expuesta de un modo ultra-naïf –rasgo común en el cine japonés–, pero se estira tanto a lo largo de la trilogía que le otorga un intoxicado espíritu de telenovela.

Mifune y Okada, la cursilería personificada

Encomiables son, no obstante, algunas secuencias de duelos con espada. Sobre todo el clímax de Samurai 2: ese combate nocturno, todos contra uno, en los arrozales, y el posterior duelo en un claro del bosque. Inagaki quiere aquí congelar el movimiento. No le gusta el ritmo acelerado ni el montaje frenético. Prefiere filmar con pocos planos, la mayoría estáticos, inmortalizando así la postura marcial de los actores, como si estuvieran posando para una foto. La forma de Inagaki es, cuando menos, genuina. Hay algo de atmósfera de western reformulada en estos bellos fragmentos donde protagonista y rival de turno se ven las caras de un modo tan claro y pausado, como si de un óleo figurativo se tratara.

Como simple curiosidad, es interesante –a ratos divertido– ver cómo actúa el reparto. Sin llegar a la rabia que desata en Los siete samuráis (1954), Toshirô Mifune, consumada estrella del cine japonés, y las actrices Kaoru Yachigusa y Mariko Okada, recitan expresionistas ante la cámara: otro rasgo típico del cine nipón. Si quitásemos color y voz, la trilogía sería lo más parecido a un filme mudo, cosa que tampoco estropearía demasiado esa extensa historia sobre la búsqueda de la perfección en el arte de la espada, manchada de diálogos flojos y situaciones sobrantes, que sólo funciona como exagerado y simplista cuento en imágenes.

El también director de 47 Ronin (1962) lleva al espectador a hacer un lento y colorista paseo por el Japón feudal, por su historia, tradiciones y leyendas, explicando cómo se forjó una de ellas (M. Miyamoto) y enumerando sus proezas. A cuál más mitológica. Todo ello, filmado con teatralidad, una fotografía narcisista y arropado por una banda sonora sencilla pero pegadiza. Huelga decir que Inagaki no es como Kurosawa. Ni como Mizoguchi. Pero su legado es extenso y estaría bien contemplar la estantería en la que reposa y saber quién es, qué hizo… ¿por qué está allí, descansando junto a los grandes?

Carles M. Agenjo

Acerca de Carles M. Agenjo

"Un día sin reír es un día perdido" (Chaplin)

Un comentario »

  1. Pol González Ollé dice:

    Realment, és un cine que no m’hi he endinsat mai. En general, el gènere de samurais és bastant desconegut per mi, tot i que veig que pinta molt bé. Tret de Kurosawa, la resta em sona a xino! jajaja

    Felicitats de nou pel blog! Ens veiem aviat!

  2. carlesmartinez88 dice:

    Si vols endinsar-t’hi, comença per «Los siete samurais» i «Yojimbo» de Kurosawa i la brutal i desmitificadora (respecte al codi samurai) «Seppuku». Son tres pel·lícules boníssimes i molt importants.

    A reveure Pol i gràcies per subscriure’t!

  3. jhkjhk dice:

    La de la foto no es Mariko Okada

  4. Carles M. Agenjo dice:

    Mierda… Es verdad xD
    Es Kaoru Yachigusa
    ¡¡¡Craso error!!!

    Discúlpeme, avispado lector
    Y gracias por avisar

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